Pasajes de los Escritos de Bahá'u'lláh
XXIX
El propósito de Dios al crear al hombre ha sido y siempre será el de permitirle reconocer a su Creador y alcanzar Su Presencia. Todos los Libros celestiales y las importantes Escrituras divinamente reveladas dan testimonio inequívoco de este muy excelente objetivo, de esta meta suprema. Quien haya reconocido la Aurora de la guía divina y haya entrado en Su sagrada corte se ha acercado a Dios y ha alcanzado Su Presencia, una Presencia que es el verdadero Paraíso y de la cual las más sublimes mansiones del cielo son sólo un símbolo. Asimismo, ha logrado el conocimiento de la posición de Aquel que está “a la distancia de dos arcos”, Quien está más allá del Sadratu’l-Muntahá. Quien no Le haya reconocido se habrá condenado a sí mismo a la miseria de la lejanía, lejanía que no es sino la nada absoluta y la esencia del fuego del abismo. Tal será su destino, aun cuando en apariencia ocupe los más elevados puestos de la tierra y esté establecido en su más exaltado trono.
Aquel que es la Aurora de la Verdad es, sin duda, totalmente capaz de rescatar de esa lejanía a las almas descarriadas y de hacer que se acerquen a Su corte y alcancen Su Presencia. “Si Dios lo hubiera deseado, seguramente habría hecho de todas las gentes un solo pueblo”. Su propósito, no obstante, es permitir que los de espíritu puro y corazón desprendido asciendan, por virtud de sus propios poderes innatos, a las orillas del Más Grande Océano, para que así, quienes buscan la Belleza del Todoglorioso sean distinguidos y separados de los descarriados y perversos. Así ha sido ordenado por la todogloriosa y resplandeciente Pluma...
El que las Manifestaciones de la justicia divina, las Auroras de gracia celestial, siempre hayan carecido de todo dominio terrenal y hayan estado despojadas de los medios del ascendiente mundano al aparecer entre las gentes debe atribuirse a este mismo principio de separación y distinción que anima el Propósito divino. Si la Esencia Eterna manifestara todo lo que tiene latente dentro de Sí, si brillara en la plenitud de Su gloria, no se hallaría a nadie que dudase de Su poder o que rechazara Su verdad. Es más, todas las cosas creadas estarían tan deslumbradas y estupefactas ante las evidencias de Su luz, que se reducirían a la nada absoluta. En tales circunstancias, ¿cómo habrían de ser distinguidos los piadosos de los indóciles?
Este principio ha actuado en cada una de las Dispensaciones anteriores y ha sido abundantemente demostrado... Por esta razón en toda época en que apareció otra Manifestación y fue otorgada a los hombres una nueva revelación del poder trascendente de Dios, aquellos que no creyeron en Él, engañados por la aparición de la incomparable y eterna Belleza en el atavío de los mortales, no Le reconocieron. Se desviaron de Su camino y evitaron Su compañía, la compañía de Aquel que es el Símbolo de la proximidad a Dios. Hasta se dispusieron a diezmar las filas de los fieles y exterminar a aquellos que creían en Él.
Mirad cómo en esta Dispensación los necios y despreciables han imaginado vanamente que con instrumentos tales como la matanza, el saqueo y el destierro pueden extinguir la Lámpara que ha encendido la Mano del poder divino, o eclipsar el Sol de eterno esplendor. ¡Hasta qué punto parecen haber ignorado la verdad de que esa adversidad es el aceite que alimenta la llama de esta Lámpara! ¡Así es la fuerza transformadora de Dios! Él cambia lo que Él desea; Él ciertamente tiene poder sobre todas las cosas...
Considerad en todo tiempo la soberanía ejercida por el Rey ideal y mirad las pruebas de Su poder y suprema influencia. Purificad vuestros oídos de las vanas palabras de quienes son los símbolos de la negación y los exponentes de la violencia y la ira. Se aproxima la hora en que presenciaréis la fuerza del único Dios verdadero triunfando sobre todas las cosas creadas y los signos de Su soberanía envolviendo a toda la creación. En aquel día descubriréis cómo todo, salvo Él, habrá sido olvidado y habrá llegado a ser estimado como la nada absoluta.
Sin embargo, debe tenerse presente que Dios y Su Manifestación en ninguna circunstancia pueden ser disociados de la majestad y sublimidad que, inherentemente, poseen. Es más, la majestad y la sublimidad son en sí mismas creaciones de Su Palabra, si optáis por ver con Mi vista y no con la vuestra.