Pasajes de los Escritos de Bahá'u'lláh
LXXXIII
Considera la facultad racional con que Dios ha dotado la esencia del ser humano. Examínate a ti mismo, y observa cómo tu movimiento y quietud, tu voluntad y propósito, tu vista y oído, tu olfato y poder de expresión, y todo aquello que esté en relación con tus sentidos físicos o espirituales, o los trascienda, proceden de la misma facultad y deben a ella su existencia. Están tan íntimamente ligados a ella que si en menos de un abrir y cerrar de ojos se interrumpiera su relación con el cuerpo humano, cada uno de esos sentidos cesaría inmediatamente de ejercer su función y sería privado de la capacidad de manifestar los signos de su actividad. Es indudablemente claro y evidente que cada uno de los instrumentos anteriormente mencionados ha dependido y continuará dependiendo para su propio funcionamiento de esta facultad racional, que debe ser vista como un signo de la revelación de Aquel que es el soberano Señor de todo. Mediante su manifestación han sido revelados todos estos nombres y atributos, y por la suspensión de su acción son todos destruidos y perecen.
Sería totalmente falso sostener que esta facultad es igual al sentido de la vista, por cuanto la vista se deriva de ella y actúa dependiendo de ella. Igualmente, sería vano afirmar que esta facultad puede ser identificada con el sentido del oído, ya que éste recibe de la facultad racional la energía necesaria para ejercer sus funciones.
La misma relación liga a esta facultad con todo lo que ha sido el depositario de estos nombres y atributos dentro del templo humano. Estos nombres diversos y atributos revelados han sido generados mediante la acción de este signo de Dios. En su esencia y realidad, este signo es inmensamente exaltado por encima de todos esos nombres y atributos. Es más, todo lo que existe fuera de él, al compararse con su gloria, se reduce a la nada absoluta y se convierte en una cosa olvidada.
Si reflexionaras en tu corazón, desde ahora y hasta el fin que no tiene fin, concentrando toda la inteligencia y entendimiento que las más grandes mentes hayan logrado en el pasado o hayan de lograr en el futuro, sobre esta Realidad sutil y divinamente ordenada, este signo de la revelación del Dios Perdurable y Todoglorioso, no comprenderías su misterio ni podrías valorar su virtud. Habiendo reconocido tu incapacidad de lograr un entendimiento suficiente de aquella Realidad que mora dentro de ti, admitirás prontamente la inutilidad de los esfuerzos que hagas tú o cualquiera de las cosas creadas por desentrañar el misterio del Dios Viviente, el Sol de gloria inmarcesible, el Anciano de días sempiternos. Esta confesión de impotencia, que finalmente la contemplación madura debe impulsar a que cada mente la haga, es en sí la cima del entendimiento humano y marca la culminación del desarrollo del hombre.